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Avanzada la década de los años setenta, Bérnard Savoy regresaba a Barcelona después de un largo viaje; lo hacía soñando con una vida llena de oportunidades. También creía que era la mejor decisión para ver crecer a su hijo. Sin embargo, se olvidaba de que las grandes ciudades son despiadadas y ajenas al dolor de las gentes, eso hizo que no calibrase bien los desafíos que tendría que ir sorteando.
Después de oscilaciones se asentó en el barrio del Raval. Y allí, en un contexto provocado por la marginación económica y social, sus acciones derivaron al estrecho margen donde se transgreden las fronteras de los códigos morales. De tal manera, sin la habilidad de etapas anteriores para construir otras estrategias, se encontró apresado en la perversidad de un cártel de quienes custodiaban la ley.
Aun a pesar de ello, tenía claro cuáles eran los valores que deseaba transmitir a su hijo. Los de la ética de la razón que invariablemente él llevaba unido a los ideales. Ese era su gran patrimonio que invernando esperaba una primavera que se alejaba. Se alejaba, porque en realidad Bérnard Savoy iba encadenando decepciones y fracasos. Su vida era el perfecto episodio de alguien que se embriagaba en soledad.