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La isla era un espinazo con secanos que no daban subsistencia, mínimas terrazas sobre los despeñaderos. Sin pensárselo dos veces, los hombres se subían a los veleros y no se tranquilizaban hasta Santiago y La Habana. Una fiebre interior los enviaba a lugares donde hubiese más tierra que arar, y el agua no corriese sólo por las acequias de los desfavorecidos. Santa Cruz de La Palma apenas era una ringlera de casas blancas con balcones a lo largo de una playa de arenas oscuras, de callaos gruesos como puños. Sus balcones eran miradores sobre la maresía, salientes de tea observando el horizonte para ver desembarcar a los indianos con sus relojes de leontinas y loros multicolores, sus sombreros blancos y los baúles con onzas de oro, con centenes relucientes para comprar derechos de aguas, las mejores tierras que les darían derecho a ser llamados con el don por delante. Había patios con flores en las casonas que daban a las calles paralelas al mar, y aunque ya los barrancos no llevaban leche y miel como en la Edad de Oro, se aguardaba un portento: ver la isla trashumante de San Brandán.